lunes, 6 de julio de 2009

Comentario del Salmo 64


Está lloviendo. Lloviendo con la furia oriental de monzones paganos. Miro la cortina de agua, el súbito Niágara, las calles hechas ríos, las nubes de plomo, el violento descender de los cielos sobre la tierra desnuda, en aguas de creación y de destrucción, a lo largo del líquido horizonte donde el cielo, la tierra y el mar se hacen una sola cosa en la celebración primigenia de la unidad cósmica. La danza de la lluvia, la danza de los niños en la lluvia que sella la alianza eterna del hombre con la naturaleza y la renueva año tras año para bendecir la tierra y multiplicar sus cosechas. Liturgia de lluvias en el templo abierto donde toda la humanidad es una.

Disfruto en la lluvia; hace fértil la tierra, verdes los campos y transparente el aire. Libera el perfume que se esconde en la sequedad de la tierra y llena con su húmedo deleite los espacios de la primavera al resurgir la vida. Doma el calor, tamiza el sol, refresca el aire. Garantiza los frutos de la tierra para las necesidades del año y renueva la fe del labrador en Dios, que cumplirá su palabra cada año y enviará las lluvias para que den alimento al hombre y al ganado como prueba de su amor y signo de su providencia. La lluvia es la bendición de Dios sobre la tierra que él creó, el contracto renovado de la divinidad con el mundo material, el recuerdo primaveral de su presencia, su poder y su preocupación por los hombres. La lluvia viene de arriba y penetra bien dentro en la tierra. Presión del dedo de Dios sobre el barro, que es el gesto inicial de la creación.

Tú cuidas de la tierra,
la riegas y la enriqueces sin medida;
la acequia de Dios va llena de agua,

preparas los trigales:

riegas los surcos,

igualas los terrones,

tu llovizna los deja mullidos,

bendices sus brotes.


Amo a la lluvia también, la lluvia pesada, ruidosa, cargada, porque es figura y prenda de otra lluvia que también baja a la tierra desde arriba, viene de Dios al hombre y la mujer, de la Divina Providencia a los campos estériles del corazón humano que no están preparados para la cosecha del Espíritu. Lluvia de gracia, agua que da vida. Siento la impotencia de mis campos sin arar, terrones de barro seco entre surcos de indiferencia. ¿Qué puede salir de ahí? ¿Qué cosecha puede darse ahí? ¡Cómo pueden ablandarse mis campos y cubrirse de verde y transformarse en fruto?

Necesito la lluvia de la gracia. Necesito el influjo constante del poder y la misericordia de Dios para que ablanden mi corazón, lo llenen de primavera y le hagan dar fruto. Dependo de la gracia del cielo como el labrador depende de su lluvia. Y confío en la venida de la gracia con la misma confianza añeja con que el labrador confía en la llegada de las estaciones y la lealtad de la naturaleza. Todo llegará a su tiempo.

Necesito lluvias torrenciales para que arrastren los prejuicios, los malos hábitos, el condicionamiento, la adicción que me asedia. Necesito la limpieza de la lluvia en su caída para sentir de nuevo la realidad de mi piel mojada a través de todos los envoltorios artificiales bajo los que se oculta mi verdadero ser. Quiero jugar en la lluvia como un niño para recobrar la inocencia primera de mi corazón bajo la gracia.

Por eso me gusta la lluvia firme y seguida, y convierto cada gota en una plegaria, cada chaparrón en una fiesta, cada tormenta en un anticipo de lo que mi alma espera que le suceda, como le sucede a los árboles, a las flores y a los campos. La renovación en verde de la estación de las lluvias.

Entonces mi alma cantará con fervor el Salmo de los campos después de la bendición de las lluvias anuales:

Coronas el año con tus bienes,
tus carriles rezuman abundancia;
rezuman los pastos del páramo,

y las colinas se orlan de alegría;

las praderas se cubren de rebaños,
y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan.

¡Ven, lluvia bendita, y empapa mi corazón!

Comentario del Sacerdote Jesuita Padre Carlos G. Valles, S.J.

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